El 25 de abril es el Aniversario de la Liberación de Italia en 1945 (Giorno della Liberazione). Es feriado en toda la República Italiana para celebrar la liberación de Italia del régimen nazi-fascista. Hay muchos actos oficiales en esta conmemoración que para algunos aún genera polémica y que, como en cada año, algunos líderes políticos no perderán la oportunidad de hacer su ficticio show mediático personal, explotando la controversia y fingiendo reinterpretar la historia para ganarse un lugar en la primera plana de los periódicos.

También como en cada año surcarán el cielo de Italia los aviones de la Patrulla Aérea Nacional Frecce Tricolori, que en perfecta formación exhibirán toda su destreza acrobática dejando en el cielo los colores de la bandera. Seguramente se cantarán desde las ventanas con sentimiento las tradicionales canciones partisanas como Fischia il Vento o la antigua canción campesina del norte de Italia Bella Ciao. Es una fiesta a la libertad, a la liberación de un régimen que quiso la guerra y que después se le hizo demasiado tarde y ya no pudo echar marcha atrás. Una guerra que dejó a una Italia doblegada, tantos italianos sembrados por el mundo y tantas madres, desconsoladas por el dolor de la partida, llorando solas su amargura.

Mi padre, que era aún adolescente en Trieste cuando comenzó la guerra, nunca quiso hablar de su experiencia como partisano en las brigadas del norte de Italia. Había siempre un gran mutismo en lo referente a ese periodo de guerra que vivió tan joven. Parece que la muerte le anduvo rondando muy cerca, pero no lo quiso.

Como tantos italianos, terminada la guerra mi padre se embarcó en el puerto de Génova con destino a América y fueron interminables las semanas de tiempo detenido ahí en la cubierta de la nave con un billete de tercera clase. Sabía de Estados Unidos, de Brasil, de Argentina, pero desembarcó finalmente en Chile, en el viejo puerto de Valparaíso, en un país del que no había jamás ni siquiera escuchado su nombre. Los pocos amigos que hizo durante la travesía le permanecieron cerca por toda la vida.

Todo su equipaje era una maleta verde, rígida como un baúl, con refuerzos de acero en las esquinas y tantos, tantos sueños. Yo la recuerdo enorme, esa maleta, cuando mi hermano y yo cabíamos dentro en nuestros juegos de niño. Seguramente se sintió muy solo al principio, sin entender el idioma y los códigos de una sociedad tan distinta a la suya. Pero era joven, adaptable y lleno de sueños. En los primeros años hizo de electricista, cocinero, futbolista, boxeador, comerciante, cantante… Era muy vanidoso, así es que de boxeador hizo solo un round. Pero cantaba bien y con su marcado acento extranjero, al parecer tuvo bastante éxito en ese ambiente bohemio de las Boîtes del Santiago de la década del 50: Confitería Goyescas, El Nuria, Taberna Capri, El Bodegón…

Después ya hizo sus propios negocios y ganó bastante dinero, pero como canta Zapulla in siciliano: «Non ci su’ soddi ca pon’ abbastari quanno ti manca cu ti voli bbeni», no hay dinero que pueda ser suficiente cuando te falta quien te ama.

No sé si cuando se embarcó en Génova estaba todavía la tradición de principios del siglo pasado de sostener una cuerda entre el embarcado en la cubierta y alguno de los seres queridos que se quedaba en tierra. Una manera de mantener el contacto hasta el último momento. Debe haber sido un espectáculo conmovedor ver cientos de hilos sostenidos entre los que se quedaban en el puerto y los pasajeros en la cubierta de la nave. Cuando el barco partía lentamente, la cuerda se estiraba hasta cortarse y si la parte más larga quedaba del lado del emigrante, entonces significaba que jamás volvería, porque sería muy largo el camino para regresar…

Yo no lo sé si mi padre sostuvo una cuerda con algún ser querido al momento de la partida, pero si lo hizo, seguramente la parte más corta quedó en puerto, porque como muchos de su generación de emigrantes, nunca retornó a la Italia destruida por la guerra y sin oportunidades de trabajo que dejó atrás. Quizás, si cuando tuvo los medios económicos para hacerlo ya fue demasiado tarde, porque ya se sentía abrazado por estas tierras y su gente.

Algunos de sus amigos italianos que regresaron a Italia, volvieron a Chile desilusionados después de unas pocas semanas en la tierra que los vio nacer, comprendiendo que sus vidas ya estaban irreversiblemente ligadas a este lejano país que, con todas sus limitaciones, los acogió con inmenso cariño.

Su madre, mi abuela Elena, seguramente tuvo un momento de mucha alegría y también de mucha tristeza cuando recibió, sola en Trieste, la noticia de que su hijo único se había casado en Chile, años después de su partida. Las cartas que en los primeros años se escribieron, hoy ya amarilladas por el tiempo, quizás se perdieron. Y quizás también se perdió esa fotografía de mis abuelos que mi padre llevó por tanto tiempo doblada en la billetera. ¿A quién le puede importar?

Yo solo conservo, como único tesoro, un pequeño misal de oraciones, editado en 1929, que mi abuela le pasó a mi padre cuando lo abrazó interminable antes de partir.

Felicitaciones a todas las personas con raíces italianas que lean estas líneas. Son muchas las familias con ancestros italianos en el mundo. País de emigrantes que durante 100 años…(hasta inmediatamente después de la segunda guerra mundial) vio más de 27 millones de italianos emigrar a tierras lejanas buscando una mejor vida. Seguro que muchos tendrán todavía, como parte del ADN de familia, fragmentados recuerdos, costumbres, objetos e historias de sus ancestros italianos, que como las cartas se irán inevitablemente decolorando con el tiempo hasta quizás perderse por completo en las generaciones…

Si en la noche del 25 de abril se ve un aislado fuego artificial en lo alto de la ciudad, pegado a la Cordillera de los Andes, seguro que salió de mi terraza… ¡¡Viva L’Italia!!

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